viernes, 22 de noviembre de 2019

Voy a mil

“García era como un tornado que avanzaba por la casa. Fernando Samalea, Fabián Quintiero y Juan Bellia se quedaron un rato, hasta que García canceló la salida cinematográfica porque tenía que cuidar a una amiga que había enfermado.
—Es algo que terminé de perfeccionar en la clínica ¿sabés? Ahora soy el Enfermero Perfecto.
Me pidió que lo acompañara en tan noble tarea y no hubiera podido rehusarme sin sentirme poco samaritano. Cruzamos la avenida Santa Fe con el semáforo en rojo y sin mirar. Me limité a seguir sus pasos y a rezar para que supiera lo que estaba haciendo. Milagrosamente, los autos detuvieron su marcha. Hubo frenadas y puteadas que se transformaron en ovaciones apenas los enfurecidos conductores reconocieron su silueta.
La gente lo saludaba en la calle; le hablaban, le gritaban palabras de aliento o simplemente se limitaban a abrir bien grandes los ojos. Todos parecían contentos de verlo fuera de la clínica. Llegamos a un departamento chico, de un ambiente, en donde había algunos instrumentos, un par de libros y un poco de desorden.
La enferma estaba bastante bien y no sólo en el sentido clínico de la frase. Pensé que Charly iba a proceder a una revisación exhaustiva y me refugié en la cocina, muerto de vergüenza de convertirme en testigo de la íntima relación enfermero-paciente. Al rato la chica entró a la cocina.
—¡No se te ocurra irte y dejarme sola con él! —me suplicó.
Yo pensé que eso era lo que ella quería, ya que al fin y al cabo había llamado al “enfermero” solicitando cuidados y medicina, rogándole por favor que acudiera a su encuentro. Cuando regresamos a su casa, Charly me reveló el concepto de Casandra Lange al tiempo que se instalaba en el sillón de su living. Hizo alusión al mito de Casandra, pero muy por encima —con el tiempo comprobé que conocía con profundidad buena parte de la mitología griega—. Le interesó más hablar de una vieja canción suya llamada “El tuerto y los ciegos”, de Sui Generis, en donde se menciona a Casandra. El año 1974 era una época de cegueras varias, de oscuridades próximas y Charly ya se perfilaba como un rey tuerto.
—Agarrá un lápiz y papel que vamos a hacer un disco.
Para ese entonces había aprendido que si uno se aventuraba a seguir sus indicaciones, se subía a un barco que navegaría sin brújula y sin mapa. En el peor de los casos habría que nadar. Por eso agarré mi anotador, un marcador de esos que despiden un olor que intoxica, mientras Charly conectaba un teclado con un re roto sobre una estructura inestable. Lo enchufó a un equipo y comenzó a tocar. El departamento se movía como si fuera el Poseidón a la hora del remolino y el té en cubierta.
La experiencia fue notable. Pese a que soy rápido escribiendo, jamás pude seguirle el ritmo a Charly, que me dictaba títulos e intérpretes originales de un repertorio que abarcaba, por lo menos, tres décadas de rock. Tocaba las canciones en el teclado roto con los acordes exactos y las letras textuales. Cantaba con fuerza en inglés y no pifiaba ni una nota. Ni siquiera se detenía a recordar comienzos, puentes y estribillos. Era, sencillamente, una computadora perfecta que lanzaba datos almacenados durante toda una vida de escuchar música. Daba gusto.
Charly tocaba sus temas favoritos, pero no se limitaba a la partitura original, sino que zapaba en el medio, sugería arreglos, climas, texturas y desarrollos. Yo no terminaba de escribir correctamente Thunderclap Newman, cuando Charly ya estaba tocando una de las más desconocidas canciones de Elton John.
—Una vez gané un premio por tocar ésta en un bar de Europa. Creo que era otra ronda de cerveza. Me hicieron un desafío y lo gané. Aquel boludo no podía creer que yo supiera “Chamaleon” de Elton John.
Yo ni siquiera creí que el tema existiera. Supuse que era una invención de Charly hasta que un día, mirando las ofertas de una disquería de Constitución, me topé con Blue Moves, disco en el que finalmente hallé el título. Cuando García paró para tomar otro trago, la lista de Casandra Lange ya abarcaba 32 canciones anotadas. Pero entre las que tocó sin mencionar su nombre, y varias que descartó en el acto, la cuenta debe haber ascendido a medio centenar de títulos.
Después de semejante maratón de música y habiendo cumplido con el servicio de escriba, me escabullí hacia mi casa con un terrible dolor de cabeza y una debilidad atroz. Muy pocas veces me he sentido tan mal. Recorrí las cuadras como un zombi que no ha encontrado un cerebro para la cena y se derrumba a cada paso. García me había chupado toda la energía.”
“No digas nada. Una vida de Charly García”. Sergio Marchi. Edit. Sudamericana. 1997

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Algún día vas a ver al cretino gritar