sábado, 7 de julio de 2018

Mi capricho es ley

El 25 de enero de 1995, mientras probábamos sonido en el Cine Arenas de San Bernardo, recibimos la insólita noticia: un productor chileno se había empecinado con que nuestro ídolo nacional tocase al día siguiente en el festival de la Playa de Ritoque, al norte de Santiago, en el cual participaría León Gieco, entre otros.
—El dinero no es un problema, necesito que Charly García actúe si o si —aseguró el empresario trasandino. La propuesta parecía compleja. Había un show marplatense —inamovible—, el siguiente 27. ¿Cómo cruzaríamos la cordillera, ida y vuelta desde San Bernardo, para estar a tiempo en Mar del Plata? Además, ¿por qué lo habían ofrecido tan sobre la hora? Continuamos ajustando versiones, mientras managers y productores cruzaban faxes, telegramas, señales de humo, palomas mensajeras o llamados internacionales a la velocidad de la luz. Cuando la posibilidad pareció esfumarse y el sentido común dictó que no se podía mover a una banda de un lado a otro del continente en tan poco tiempo, el productor chileno retrucó con su as en la manga: el envío de un Lear Jet. Dejó en claro que no iba a escatimar en nada, con tal de que Charly actuase allí. Un asistente, temeroso, se acercó a García, que estaba sentado al piano, para comunicárselo. —Ah, no, no. Voy solamente si me mandan un avión que diga Casandra Lange, en letras grandes al costado… El problema tipográfico se habrá interpretado como un obstáculo significativamente menor en cuanto a todo lo demás. Dicho y hecho, al amanecer del día 26 y tras ofrecer la función del Arenas, abordamos una moderna nave en el aeropuerto de Alternativa Internacional de Camet. Por supuesto, con la leyenda a grandes letras exigida por el artista. Las dimensiones de la aeronave eran mínimas, como las de una limusina con alas. Aunque, al menos el piloto, de camisa blanca, gorra azul, rigurosos lentes oscuros Ray-Ban y sonrisa publicitaria, inspiraba confianza. La bienvenida en el aeropuerto de Santiago fue, cuanto menos, sospechosa: todos parecían policías salidos de una película de acción o de un video de los Beastie Boys, de trajes negros o a rayas y lentes de sol. Se armó una extensa caravana de automóviles de tufillo mafioso, que tomó la carretera hacia la playa en cuestión. La grilla era tal que nuestro set, supuestamente el cierre a toda gloria del evento, fue quedando relegado a medida que el atraso entre actuaciones se hacía más considerable. Casi amaneciendo, el mismo día en el cual debíamos tocar a la noche en Mar del Plata, logramos abordar el escenario, con el mar del Pacífico al frente como suntuoso paisaje. Tras dar el golpe final de “No voy en tren”, con la misma ropa de la actuación, subimos a unas limusinas estacionadas al borde del escenario, que surcaron a toda velocidad los más de cien kilómetros hasta el aeropuerto de Santiago, donde había quedado nuestro confiable Lear Jet Casandra Lange. Cruzando la cordillera, cabeceando de sueño, escuchamos a medias los gritos de nuestro exultante líder: —¡¡¡Muramos todos juntos!!! ¡¡¡Estrellémonos sobre las montañas!!! Lo peor, era que parecía hablar en serio. Solo logramos apaciguarlo individualmente, con música a todo volumen en nuestros respectivos auriculares de cd players. Poco después del mediodía estábamos en el Atlántico otra vez, como si todo hubiese ocurrido en la imaginación, probando sonido y brindando otro concierto tras el hule en el boliche “Go!” de Avenida Constitución y Ortega y Gasset, sin que nadie pudiese imaginar el trajín anterior...
“Que es un long play”. Fernando Samalea. Edit. Sudamericana

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Algún día vas a ver al cretino gritar